jueves, 25 de febrero de 2016

Welcome to the pleasurdome. El vikingo.



Os voy a hablar de uno de los descubrimientos de mi vida. Hace casi tres años me encontraba yo en plena efervescencia internetera. Me acababa de separar, no sabía gestionar mi soledad y de repente estaba –de nuevo- en el mercado sexual después de mucho tiempo, así que me convertí en un ser muy activo en la red. Los barrancos internos dan mucho vértigo y yo quería distraerme de ellos a toda costa. Abrí perfiles en un par de webs y pasé muchos ratos alternando con gente variopinta a través del móvil. Nada nuevo bajo el sol. En este bonito y alienado siglo XXI, en el que las “relaciones humanas” han pasado a ser más bien “humanos en relaciones”, el mundo cibernético fue una alternativa interesante para narcotizarse (pero divago. Para más capítulos de esta bonita y descronológica serie, pinchad en la etiqueta Welcome to the pleasurdome).

Y así conocí al Vikingo. Su nick era “Antisistema” y su foto mostraba a un barbudo tatuado, con pose gamberra sacando la lengua (con piercing, por cierto) y actitud de comerte con pan o sin él. No recuerdo el texto literal que acompañaba a la foto pero era algo como “¿buena persona? nooooo, soy un cabrón muy malo“. Me quedé pillada de esa foto. El tipo tenía pinta de ser un golfo divertido, parecía el típico aficionado al trash metal de pelo largo y envergadura de armario ropero. “Es mono -pensé entonces- aunque menudo personaje”. Y no me equivoqué, lo era. Lo es.


Chateamos poco, la verdad, lo suficiente para caernos bien y reirnos. En esa época yo ya estaba algo curada de espantos y tenía bastante comprobado que la realidad siempre supera a la ficción -para bien y para mal- y prefería el directo, que ése no engaña a nadie. Así que, al poco, fijamos una cita justo para cuando yo volviera de un mini-viaje a Oporto, al que un colega de infancia me había invitado para quitarme la depre post-separación. Fue un viaje precioso pero extenuante. Al cabo de unos días, cuando aterricé en Barcelona, mis caderas lloraban recordando esos kilómetros de cuestas empedradas, persiguiendo al trote a mi amigo (nunca viajéis con gays adictos a las antigüedades, tienen pilas alcalinas y cero empatía con la debilidad ajena. Cuando pides clemencia solamente recibes miradas de censura y alusiones a tus excesos cárnicos en la retaguardia. Son mala gente).
El caso es que el día en el que Vikingo y yo habíamos quedado (el día siguiente de mi llegada) amanecí con cansancio extremo y agujetas hasta en el alma. Y el día tampoco acompañaba, un tormentón con su correspondiente aparato eléctrico de cojones, tenía a Barcelona medio inundada y sin visos de amainar. En resumen, un día de perros. Estupendo todo.

Soy una tía adulta y bastante prudente, y nunca había hecho nada semejante. Pero ese día envié un whatsapp a un hombre al que jamás había visto, para decirle que estaba muerta, que además llovía a mares y que no tenía ganas de salir de casa. Que si quería, viniera él y le invitaba a un café. Y dijo que sí, el muy tunante. Podría haberse tratado de un psicópata asesino, un secuestrador o un testigo de Jehová, pero tenía tal ataque de pereza que ni lo pensé. Y al cabo de una hora, este absoluto desconocido estaba debajo de mi casa esperando a que le abriera la puerta del parking. Bajé con el mando y le abrí apresuradamente y sin mirar mucho -para no mojarme-, le señalé con la mano la zona donde aparcar y esperé.

Cuando vi salir del coche a ese pedazo de hombre me quedé con el culo torcío. Si le llamo vikingo es porque realmente lo parece. Se abrió la puerta y vi aparecer a un grandote de metro ochentaypico y más de 100 kg., greñudo, medio rubio, barbudo, ojos azules, barrigota y vestido con una camisa de leñador sin mangas, que dejaba ver un par de enormes brazos tatuados hasta el último milímetro. La foto, en esta ocasión, no engañaba nada. Maremeua, quin tros d’home, pensé. Dos besos. Olía muy bien y no me miraba a la cara mientras subíamos en el ascensor, parecía un poco cortado. Yo miraba esos brazos sin dar crédito, ahí había desde indias nativas americanas hasta lápidas y calaveras. Llegamos a casa y me puse a hacer café, advirtiéndole que mis cafés son peores que los purgantes de un hospital (cocino bien pero no me apaño con la Oroley, qué puedo decir. Queredme así). Le ofrecí mejor una cerveza pero sonrió y dijo “yo no bebo ni fumo. Un café, que seguro que no hay para tanto”. Jajaja, no jodas que tampoco te gusta el heavy, le dije pensando que bromeaba … “pues no mucho, la verdad es que soy más de rumba, el heavy es mi hijo”. Levanté la vista asombrada mientras me peleaba con la puta cafetera y sí, ¡lo decía en serio!. Para que te fíes de las apariencias. Resulta que este hombre, con pinta de beberse las jarras de cerveza de tres en tres mientras escucha a Sepultura, ni bebe, ni fuma, ni tan siquiera le gusta medicarse. Y encima es separado y papá amantísimo de dos churumbeles. 

Tú no bebes pero yo sí. Estaba agotada pero el tequila siempre ayuda. Me serví un chupito de Cuervo reposado mientras observaba divertida cómo el pobre intentaba tomarse aquel mejunje negro que le había servido. “Tenías razón, esto está malísimo jajaja”. Estabas avisado, nene, no me hagas sentir mal, y así siguió la conversación entre risas y algún que otro Cuervo, hasta que en un momento dado, me levanté para ir a la cocina y le sorprendí mirándome el culo de reojo. Y no me preguntéis cómo, fue esa mirada, o la hormona, ¡o el tequila!, ¡sí, seguro, tuvo que ser el tequila!, porque al volver, sabe Dios porqué, me vine arriba y en un impulso acerqué con las manos su cara a la mía y le planté un beso en la boca. El Sr. Cuervo es muy cariñoso, qué pasa.

En su favor diré que la cara de sorpresa le duró poco, aunque por un instante puso ojos como platos. Mi arrebato de cariño podría haberse quedado en eso, un simple arrumaco, pero sin saberlo, desaté la tempestad. Y ya todo pasó muy deprisa, apenas pude darme cuenta. Se levantó de la silla como si le hubiera saltado un resorte y me arrambló contra la pared mientras me besaba y me sujetaba por las muñecas. Y en un momento dado, me levantó y me llevó en volandas a la habitación. Sí, como en las películas. Lo juro. 

Un tío que me levante a pulso con esta pasmosa facilidad, ya tiene a mi mona interna muy ganada. Si encima besa bien, la mona, y yo con ella, nos rendimos absolutamente. En menos de una hora habíamos pasado de mirar el suelo del ascensor, a estar encima de mi cama en un torbellino de saliva y prendas de ropa que volaban por los aires (me rompió un tirante de la camiseta, por cierto). Y ese hombre era -es- muy grande. Vikingo. Todo él. Sé que me entendéis. Resultó ser una bestia parda, yo nunca había visto nada semejante, hace con su cuerpo lo que quiere y sobretodo hace con TU cuerpo lo que ÉL quiere. Y cuando ÉL quiere. Le pone el control. Su juego es no permitir que llegues al final, justo cuando estás más arrebatada y a punto de caramelo … se detiene, se separa y te observa. Le gustan el sudor y las caras de batalla. O te cambia de posición como quién le da la vuelta a la tortilla. Nonono, por favor, no pares ahora, joder. “Aún no”. En el momento es desesperante, aunque reconozco que este juego suyo de dominación, desemboca en una espiral de excitación continuada y ascendente tan total, que cuando culmina -siempre que él considere que ya es el momento- la explosión es enorme y te deja temblando. Literalmente. 

Conseguí recuperarme y recobrar el aliento. Qué barbaridad. Le miré y parecía que viniera de un estanque calmo y silencioso, ni un temblor. Es algo que me flipa mucho de él. Luego estuvimos hablando y me explicó un montón de marcianadas que me hicieron morir de risa (es un tipo muy gracioso aunque no es nada consciente de ello. Cosa que es más graciosa, si cabe). Entre ellas que tiene un historial que ríete tú de Tony Soprano, que pide dos menús cada vez que va a comer o que ganó el campeonato de Europa de Lucha de brazos porque pasó por delante, se puso chulo para inscribirse y acabó ganando a peña que llevaba meses entrenando. Lo dicho: una bestia parda.

En un momento dado, se dio cuenta de la hora y se fue volando a buscar a sus hijos. Al rato me envió un whatsapp “ya he llegado Caperucita. Me lo he pasado bomba y espero repetir. Creo que somos sexualmente compatibles. Firmado: Sr. Feroz”.

Ni que lo jures, nene.

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